Estos son los diez relatos ganadores de la segunda edición del Curso de escritura Escribe una historia.

Ha sido muy difícil escogerlos, porque todos teníais muy buenas ideas. Espero que el curso os haya ayudado, y que sigáis trabajando en estos fragmentos para convertirlos en novelas estupendas porque ya tengo ganas de ver hasta dónde pueden llegar vuestros personajes.


 

Atrapada, de Alba Molina

No me abandones. La vida sin ti no tendría sentido y este viaje carece de billete de vuelta a casa. “Solo ida, por favor” Los días juegan a confundirme y ya no creo en nada de lo que pienso. No te vayas, en serio. Jamás lo soportaría… además, digas lo que digas sé que nos necesitamos mutuamente. Olvídame si te atreves, yo ya no puedo recordar.

¿Tengo ocho años, verdad? Sí, lo sé, ayer fue mi cumpleaños.

No. No, no, no. Otra vez no. No tengo ocho años, tengo setenta y siete. ¿Qué me pasa? ¿Quiénes son todas estas personas con bata blanca? ¿Qué es este cable que me atraviesa la piel? Intento articular palabras pero no soy capaz de encontrarlas, se esconden de mí, muy lejos. Son prisioneras del Carcelero Alzheimer. Te lo ruego memoria, no me abandones. Aún no.

¿Dónde está mi madre? ¿Va a venir a verme, no? Tiene que hacerlo, me lo prometió. Va a enseñarme a coser, dice que soy lo suficientemente mayor como para no pincharme con la aguja. Como si fuese un bebé, ¡já! Tengo ocho años y tres cuartos. Soy mayor, de verdad que sí.-Y ni se imaginaba la certeza de sus palabras.


 

Frío y dolor, de Alba Valero

La nieve le caía en las pestañas, el frío le helaba las manos, el viento golpeaba su cara. Las lágrimas rodaban por su rostro. Un agujero negro se tragaba su corazón, igual que la fosa rectangular en el suelo se tragaba el ataúd. Podía ver sus ojos cerrados, y a la vez mirándola con calidez. Podía sentir sus manos gélidas, muertas, entre las suyas, y al mismo tiempo su abrazo. Podía oír su último aliento y también su cariñosa voz. El agujero en su corazón se alimentaba de recuerdos. Cada uno dolía más que el anterior.

Los demás miraban al suelo o lloraban, como ella. Sus abrigos de poco servían contra la ventisca de aquel día, y todos temblaban. Ella también, pero no de frío, sino de dolor. Las lágrimas se le helaban en las mejillas. Le ardían los ojos por la nieve que entraba en ellos. Ya no notaba los dedos. Pero nada de eso podía compararse a lo que sentía por dentro. Las garras de la muerte le habían arrebatado a su ser más querido.

Después de rezar, se fueron. Ella se quedó allí un buen rato, hasta que el agujero absorbió también sus lágrimas.


 

Dueto de tormenta, de Calén Álvarez de Ron

Una punzada fría en el hombro, otra en mi mano. Las calles comenzaron a teñirse de puntitos oscuros.

Le pregunté a Grace si tenía un paraguas, ella me dijo que no, añadiendo un comentario despectivo sobre lo ‘’nena’’ que soy al preocuparme por un par de gotas, como era de costumbre. A lo cual respondí diciendo que no era mi problema que ella fuera tan ‘’macho’’, como era de costumbre.

Nos dirigíamos a mi casa, lo cual implicaría unos 20 minutos más de caminata. A veces es tan divertido vivir en la zona rural de la ciudad…

—I´m singin´ in the rain— Grace comenzó a cantar, intentando subirme el ánimo.

—Just singin´ in the rain— Le contesté sin vacilar.

Como nuestro profesor de teatro el Sr. Simons nos había enseñado, debíamos de ‘’hacer el mundo nuestro propio escenario’’. Y así lo hicimos. Dejamos que las nubes y los árboles presenciaran a un par de adolescentes cantando y bailando bajo el ritmo de la lluvia.

Cuando nuestro dueto terminó, lo único que se escuchaba eran las gotas al caer.

—Sabes que eres hermosa ¿Verdad?

—Lo importante es que tú lo sepas.
Y luego nos besamos, como era de costumbre.


 

Teclas, de Eduardo Palomino

Su día a día era como un piano. No sólo porque ese instrumento formaba parte de su joven vida sino porque alegóricamente su día a día era una sucesión de teclas blancas. Días felices cual notas musicales que aunque unos resonaban más fuerte que otros en su memoria, todos eran importantes para componer la melodía que era su vida de adolescente.

Si, también había teclas negras. Días malos y momentos desagradables. Quizá esos problemas en un futuro le parecerían niñerías pero ahora suponían hechos cruciales en su vida que se hacían cuesta arriba.

Pero, como le habían enseñado, una buena melodía jamás lo era sin esas notas más difíciles, sin esos arduos acordes que se le atragantaban y sólo con mucho esfuerzo y práctica conseguía dominar. Otras de su edad decidían tomar atajos e ir a lo fácil rodeando las teclas negras, sustituyéndolas por teclas blancas que quizá en ese momento parecieran sonar igual pero que ya a su corta edad sabía que eran vitales para forjar la melodía que sería su personalidad.

Alguien le había dicho una vez que toda mujer era una canción. Y ella debía decidir en ese momento crucial de su vida si sería la quinta sinfonía de Beethoven o simple basura comercial.


 

Poesía mágica, de Elena Jiménez Rodríguez

Tu nombre se quedó atascado en mi máquina de escribir, mientras que el mío se deshizo con el aire la última vez que lo pronunciaste. No creo que lo recuerdes dentro de unos meses, no creo que recuerdes nada porque tu memoria nunca retuvo lo que para ti carecía de importancia, y yo no fui una excepción.

Yo, lamentablemente, lo recuerdo todo y ahora esas imágenes me bombardean cada vez que mi mente descansa: los besos de algodón, las manos curiosas, las miradas llenas de magia, los viajes por la autopista de tu cuerpo donde a veces me perdía, los sueños sobre tu pecho, las risas de megáfono, las caricias inesperadas, las cosquillas en tu espalda…

Eras tan frío que quemabas. Eras tan meticuloso que hasta controlabas el segundero de nuestro reloj roto, eras tan complicado que cualquiera se hubiese cansado. Pero yo no, porque no me percaté de que aquellos sentimientos eran solo unidireccionales, porque creí la mentira que ni tú mismo llegaste a comprender.

Te dejo el mensaje en la poesía magnética de tu frigorífico, donde sé que lo verás al congelar tu corazón y coger una cerveza de más.

Y por último te digo adiós, mi error.


 

Canto de marinero, de Ignacio Miguel Beascoechea

Aún brillaba en su memoria la última mañana que habían pasado juntos. Ese día aún no se habían levantado del lecho que compartían. Los primeros rayos de sol se colaban de forma furtiva a través de la ventana, haciendo brillar pequeñas motas de polvo en la habitación. Les acompañaba el murmullo de las olas que habían ido a morir a los pies del acantilado, así como el conocido graznido de las gaviotas.

En aquel momento, no hubo para él cosa más hermosa en el mundo que la mujer dormida que yacía a su lado: todavía podía sentir el calor que emanaban sus cuerpos bajo aquellas delgadas sábanas; también cómo éstas se elevaban de forma casi imperceptible cuando ella respiraba; cómo sus largos cabellos recorrían sus hombros desnudos…

Hoy, al fin había regresado. Pero donde antes se encontraba su pequeña cabaña, ahora solo estaba una estatua de piedra, manteniendo la vista fija en el horizonte del mar. Al descubrir cuál era el rostro de la estatua, su corazón estalló en mil pedazos.

Era el de su amada.

Y de sus hermosos ojos brotaban sin cesar verdaderas lágrimas de dolor. Una por cada día que le había estado esperando.


 

Se hundía, de Júlia Mulet

Se hundía porque su mundo se había derrumbado y las tinieblas habían llenado todos los rincones de su alma. Si le preguntaran, sería incapaz de decir en qué momento había sido condenado, en qué instante la oscuridad se había apoderado de él; lo único que sabía era que ya no había marcha atrás.

Se hundía porque la máscara bajo la cual se escudaba se había apoderado de él. Las tinieblas habían dejado huella en su interior y había aprendido a nadar entre un mar de mentiras que se habían convertido en su única realidad.

Se hundía porque era tóxico y marchitaba todo a su alrededor con demasiada satisfacción. Sin lugar a dudas, vivía en un merecido infierno, un infierno en el que el odio y la perversión gobernaban en una dictadura del terror donde ningún tipo de luz tenía cabida.

Se hundía porque, mal le pesara, el tiempo se le había acabado. Era hora de aceptar que su gris esencia lo estaba destruyendo y que las grietas de su devastado corazón eran demasiado profundas para ser reparadas.

Se hundía, se hundía, se hundía. Y, finalmente, se hundió.


 

Ahí, justamente, de Rut Cortiella

Hablar, tocar, mirar y no poder. Es tan divertida la manera en que me miró e intentó decírmelo. Pude adivinar en sus ojos un sentimiento contenido. Ahí, justamente en el punto en que el iris y la pupila se unen con el reflejo del alma.
Ahí, justamente donde estábamos de pie, habíamos hecho tanto, aprendido tanto. Superando la cuarta pared, interpretando, dando vida a personajes. Esos años, que habían pasado en un suspiro, encima de un escenario. Con el corazón a mil, siendo observados por el público, con un sudor helado entre las manos. Siendo alguien que no éramos.

Ahí, justamente, él tenía que cogerme de las caderas y decir “eres lo mejor que me ha pasado”, y fin. Y aunque era el momento de interpretar, era también el de vivir. Y por eso, ahí, justamente, cambiamos el curso de la obra. Y el sentimiento contenido fluyó a través de un “te quiero” que se difuminó en nuestros labios. La gente aplaudió y el telón cayó, dando final a un espectáculo que solo era el comienzo de algo llamado amor.


 

Cómo mirar, y no hacia dónde, de Sara del Pozo

John siempre vivía en el mañana. Su ambición no le dejaba vivir el presente ni disfrutar del momento, hasta que una noche apareció una gran luz surcando el cielo y, por primera vez, levantó la mirada. Jamás había visto nada tan hermoso. Era una majestuosa estrella fugaz de luces intermitentes. No podía apartar los ojos de ella. El acontecimiento apenas duró unos minutos, pero fueron suficientes. Su vida se colmó de sentido, pero pronto todo volvió a sucumbir en la oscuridad. Pasó décadas mirando al cielo esperando volver a verla, en vano.

Cuando había perdido toda esperanza, otra noche cualquiera, una luz alumbró el firmamento. La reconoció. Su estrella. Volvió a sentir lo mismo que la primera vez aunque esa noche posó su mirada en todo aquello que la estela iluminaba, dándose cuenta de lo que se había perdido durante años de espera.

A partir de entonces, John comenzó a vivir. Fue capaz de ver más allá y cada día encontraba pequeños pero grandes motivos que llenaban su alma y, de ese modo fue feliz, consiguiendo que los suyos también lo fueran. Solo tuvo que aprender la lección más importante de su vida: saber cómo mirar y no hacia dónde.


 

Para siempre, de Laura Muñoz

Y mientras miraba el atardecer solo en aquella playa se dio cuenta de que aún la amaba. Se dio cuenta de que los mejores años de su vida habían sido los que pasó a su lado. Que a pesar de sus mentiras ella siempre estaba ahí, dispuesta a sacarle una sonrisa. Fue entonces cuando se dio cuenta que no siempre hay vuelta atrás; que, a veces, una mala decisión te persigue toda la vida.

Fue entonces cuando lloró desconsoladamente por no poder besarla de nuevo, por no poder acariciar ese rostro que algún tiempo atrás le sonreía, por no poder hacerla rabiar para después abrazarla y susurrarle al oído cuanto la amaba, por no poder escuchar ni una vez más de sus labios lo locamente que estaba enamorada de él. Rompió todas las cartas que ella le escribió en un arranque de ira y ahora le pesa porque nunca más podrá leer las palabras que ella un día le dedicó.

No volverá a ver sus movimientos de caderas al caminar porque la vida decidió llevársela. Se fue para no volver pero en su mente ella seguía presente. “Para siempre” le decía ella cuando estaba viva, “para siempre” susurró él.

 

RELATOS GANADORES I CURSO DE ESCRITURA (septiembre 2015)

Aquí están los diez relatos ganadores elegidos entre todos los de los alumnos que han participado en el I Curso de escritura en www.escribeunahistoria.com. Ha sido muy difícil elegirlos porque todos los que he recibido eran geniales, de verdad.

Siempre, de Sara Galán

Nunca. Ahora entendía el significado de aquella palabra, mucho mejor de lo que imaginaba. Se lo prometí. Le prometí a Marcus que no me tragaría ese chicle, y no una, sino cientos de veces. En realidad, él no me había dejado otra alternativa, porque siempre lo repetía. Es más, sus palabras flotaban en mi cabeza como patitos de goma. «No te lo tragues, Bananadia, no sabes a lo que te enfrentas». Cierto. El chicle se quedó congelado en mi garganta y vi aquella luz intensa en la calle, palpitante en mi cabeza.

Marcus Rain. Marcus Lluvia. Cómo odiaba él que lo llamase así. Cómo odiaba yo ser Bananadia. «Nadia, Marcus, Nadia. ¿Tan difícil es?». Y aún así, mi tío no me daba tregua, y yo no entendía nada. ¿Por qué tantos consejos, tantas rarezas, tanto misterio?

«Nadia, a veces tengo la sensación de que eres un expendedor enorme de Chupa Chups que enseguida se queda vacío».

Esas palabras, —la causa de que ahora estuviera en mitad de la carretera, invisible para aquel coche—, me dolieron. Pero las verdades ofenden, y lamenté no haberle escuchado. Marcus tenía razón. Y no había remedio.

Me había tragado el chicle.


Texto, de Javier Navarro

Me terminas de escribir un día como otro cualquiera. Tus manos arrugadas plasman un final en mi piel. No puedes evitar que esa extraña sensación de vacío te corrompa por dentro. Has terminado de plasmar la historia que, tras años de esfuerzo y dedicación, ha dado su fruto. Me relees y me corriges, como un padre cariñoso. Un año después, me ves en la estantería de una biblioteca y sonríes. Tu sueño se ha hecho realidad. Sabes que, mientras alguien me lea, tú nunca morirás, incluso cuando no estés aquí. Has creado una puerta que cualquier lector es capaz de atravesar si se lo propone. Has dejado tu huella en el mundo. Sonríes. Y es que, al final, el sueño que tanto te entusiasmaba de pequeño de ser un mago se ha hecho realidad. Has creado un nuevo mundo. Poco a poco ves como la gente habla de tu libro, de tu historia. Cómo esta va ganando reconocimiento. Ves que la gente es feliz cuando lee tus libros, así que escribes más. Y eres feliz. Porque escribes y haces que la gente olvide sus problemas cuando lee. Al fin y al cabo, eso significa la literatura: Evadirse de la realidad.


Emily, de Helena Reyes

Arrugas de cansancio decoraban su rostro y le hacían parecer mucho más viejo de lo que en realidad era. Su mirada empezaba a palidecer abandonando el bonito color café de sus pupilas. Los recuerdos de una vida pasada empezaban a atormentarle por las noches mientras él solo esperaba la muerte como un regalo divino.

Con delicadeza, se levanto de su lecho. Llegar hasta la mesa le costó un esfuerzo inhumano, se encontraba agotado y respiraba agitadamente para conseguir llevar aire a sus deteriorados pulmones; allí sentado se sintió viejo y desdichado.

Con pulso titubeante escribió unas débiles palabras que solo un ciego de corazón como él podría entender. Lentamente se humedeció los labios mientras comprobaba la calidad de su caligrafía, lo que necesitaba era marcharse de este mundo que tantas desgracias le había provocado.

«Emily», por un instante las arrugas desaparecieron de su rostro dando paso a una felicidad irreal, una sonrisa decoró sus labios, pero la alegría no llego a su mirada.

Sin el peso del sufrimiento, del cansancio, del dolor, su rostro se volvió asombrosamente joven y no aparentó tener más de veinticinco años, pero el delirio y la enfermedad acabaron con él.


Escrito final, de Irene Domínguez

Me levanté temprano. Bajaba a desayunar cuando sonó «Let it go». Mi móvil, pensé. Lo cogí justo a tiempo y descolgué.

—Hola Sara, ¿qué tal?

Hablamos un rato. Me dijo que iba a tomar clases de surf y que estaría encantada de que la acompañara. No lo pensé mucho y me apunté. Casi todos los monitores eran majos, excepto dos que tenían toda la pinta de ser hermanos. Nos enseñaron las cosas básicas en la arena: remar, frenar, ponernos de pie en la tabla, calentar… pero los más gracioso de aquel día fueron las caídas. Al acabar, alquilamos una tabla y practicamos por nuestra cuenta. Fue un día tan imprevisto como agotador, mi primer contacto con el surf, el primero de otros muchos que vinieron después.

Al día siguiente me despertó Sara a las ocho de la mañana para coger olas con la tabla y se nos quedó la rutina, porque esa fue la hora fija de surcar las olas todo lo que quedaba de verano. Cuando llegó el día en que acababa mis vacaciones, mientras iba en taxi al aeropuerto, un nuevo contacto telefónico sirvió para prometernos volver al año siguiente a aquel magnífico lugar.


Una vida, de Laura Pérez

Mi vida nunca se debatió entre el bien y el mal. La cabezonería y el miedo jugaron esos roles, y ahora me pregunto si acertaron o no. Mi familia decía que eran características malas, que me limitaban en el trabajo y en la vida. Pero yo siempre iba de la mano de ambas. Cuando el miedo daba un paso atrás, ya se encargaba la cabezonería de darlo hacia delante. No sé si eso me ha hecho avanzar mucho o poco, pero he avanzado.

Es cierto que mi cabezonería me ha costado incomprensión entre algunos de mis semejantes, pero también me ha empujado a creer en mis principios y no abandonarlos. El miedo también me impidió una vez que cogiese un avión, pero gracias a que no lo hice conocí a mi gran amor. Sé que no he tenido tantos éxitos profesionales ni he viajado tanto como mi familia; pero hoy, con setenta años, reflexiono desde mi diminuto apartamento sobre mi vida. Me miro al espejo mientras en él se reflejan mis nietos y mi marido, que les cuenta grandes historias y anécdotas… Me parece que mi cabezonería y mis miedos al final no lo hicieron tan mal, ¿no?


Frío, de Sandra de los Santos Flores

Vuelvo a sentir el peso del machete en mi mano, lo suelto sin pensar. Mi mano esta fría, húmeda y pegajosa… sucia con sangre de naishi… sangre de bruja.

“No soy la única”, fueron las ultimas palabas de ella. “No soy la única”, suena en mi cabeza con más fuerza. Mi pequeño y flacucho cuerpo comienza a temblar; siento frio, pero el frio viene de adentro, viene de mí. Un sonido lastimero me devuelve a la realidad de la noche. Cunisha, el valiente perro de mi madre, gime de dolor sobre mi regazo. La bruja solo lo hirió una vez, pero la herida es grande y profunda. Mi hermanito la presiona con fuerza, pero la sangre y la vida siguen abandonando su cuerpo.

—Se lo llevara a él también, Rii —dice Tsaichi llorando en silencio sin dejar de presionar. No sé qué hacer; solo soy una niña de nueve años; mama sí sabría…

—¡Gracias Cunisha! Ahora volverás a ver a tu dueña —sé que él me entiende—. Y cuando eso suceda dile a mama que Tsaichi y yo la extrañamos mucho —añado, dejando de temblar, pero el frío no se va.

“No soy la única”, recuerdo y entones lloro.


La noticia, de Erika Morcillo

Lo miré en silencio, impasible. Habría reído si estuviese acostumbrada a hacerlo, pero no era el caso. Si ya me encontraba en una situación de cuento, aquello le daba un tinte más irreal. Pero fue la sinceridad en su mirada, algo que jamás antes había visto, lo que me convenció de que era cierto.

Estaba escribiendo cuando Renzo se tomó la libertad de entrar. A mi habitación. El único lugar en el que nadie acudía a molestarme. Lamenté no tener mi daga a mano para darle una lección a ese cretino. Como si mi vida de huérfana no fuese lo bastante dura. Así que lo amenacé con el cuchillo de afilar la pluma y él levantó las manos en son de paz. Pero lo conocía suficiente como para no creer en él.

—No quiero hacerte daño, Fenett.

Levanté la ceja, escéptica. Renzo me saca un par de años, y desde que tengo memoria he sido objeto de burlas por su parte. No merecía mi confianza, pero aun así aguardé antes de hacer que se arrepintiese de haber venido.

—Yo… mira, Fenett, lo que quiero decir… no somos huérfanos. Es más, somos hermanos. Y sé dónde están nuestros padres.

 


Los deseos de las estrellas, de Gemma Sánchez

La playa de Conil no estaba precisamente tranquila aquella noche, pero a Olivia y a Diana no les importaba, ya que el sonido que hacían las olas al romper contra la orilla era como música para sus oídos. El cielo veraniego estaba cubierto de estrellas y despejado de nubes. El viento soplaba con fuerza produciéndoles escalofríos, pero no podían taparse con las chaquetas ya que las estaban usando para tumbarse en la arena.

—¿Qué crees que son realmente las estrellas? —le preguntó Olivia a Diana.

—Según los libros de biología del colegio son astros con luz propia, pero a mí me gusta pensar que son deseos.

—¿Esa función no la tienen las estrellas fugaces?

—Las estrellas fugaces en realidad son meteoritos, no estrellas; ellos no tienen luz propia. Además, también pienso que cuanto más brille una estrella más fuerte es el deseo.

—Deberíamos pedir uno —propuso Olivia.

Las dos amigas cerraron los ojos y se concentraron en sus pensamientos. Al abrirlos segundos después, había una nueva estrella en el cielo que brillaba con más intensidad que ninguna.


Sin final feliz, de Ana García

Nathaniel hundió la mano en el bolsillo y acarició el trozo de papel. En realidad no lo necesitaba porque se había aprendido la dirección escrita de memoria, pero era su letra.

Y, joder, cuánto tiempo llevaba sin ver aquellos trazos tan familiares. Todavía guardaba las notas de la época de instituto y las cartas llenas de promesas que no pudieron cumplirse. Que decidieron no cumplir. Terminaron su relación diez años atrás, creyendo que era lo mejor, que así dejaría de doler.

Menuda mentira.

Su hermana le había hecho llegar aquella nota, justo cuando Nathaniel creía que se había acostumbrado a vivir con esa ausencia, que podía centrarse en la mujer a la que quería —pero no amaba; eso se lo reservaría siempre para la dueña de aquella dirección— y en sus hijas, que eran lo que más le importaba en el mundo.

Al pensar en las niñas se preguntó qué demonios estaba haciendo. Arrugó la nota en su bolsillo, ignorando a su corazón, y salió de allí. Su hermana se enfadaría por dejar escapar a su “amor de película”, pero tendría que entender que el suyo sería un amor sin final feliz.

Tenía que hacer lo correcto.


 El recipiente de la Diosa, de Soraya Cuadrado

—Ya está aquí —anunció una de sus hermanas. La sacerdotisa frunció el ceño con severidad y la chica dio un respingo―. ¡Feliz Lugnasad! ―Entonces sí, la sacerdotisa inclinó la cabeza y ella pudo seguir―. Se oculta en los árboles. No sabe que la hemos descubierto.

―Ni que la esperábamos ―añadió la otra―. Traedla al círculo.

La chica se marchó y Marla devolvió su mirada al fuego para evitar que las otras notaran sus nervios. No podía permitir que en su primer ritual como sacerdotisa se reflejaran sus dudas.

Arrastraron a la intrusa ante ella; el miedo se ahogaba entre las lagrimas que empañaban su mirada. Evitó mirarla mientras levantaba la daga y recitaba la oración lo más rápido posible. Entonces la chica le arrebató el cuchillo y Marla alzó sus ojos.

El miedo se había diluido en una mirada dura y ancestral, sustituido por una sonrisa retorcida. La chica asustada ya no estaba allí; y Marla, como las otras, se inclinó ante la recién llegada.

No había sangre en la daga ni en sus manos, pero acababa de matar a una chica. A partir de ahora tendría que ocultar algo más que simples dudas.

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